Una Historia de vida muy especial
Estoy aquí tumbada en la cama,
toca esperar. Ya no siento dolor, solo molestia y una sensación muy rara por la
medicación tan fuerte que me impide moverme. Pensé todos estos días de hospital
que podría salir de esta, pero no, esta vez no voy a poder. Aunque todavía no
me lo quiero creer, esto se acaba. No sé cuánto me queda, quizás horas, días,
pero es el final.
Parece que se hubiera parado
el tiempo, pero la que se ha parado soy yo. Van pasando por esta habitación mis
hijos, mis nietos, mis hermanos, van y vienen, y yo, yo sigo aquí parada, ya
sin poder hablar, ni reír ni llorar, ni tan siquiera enfadarme puedo. Estoy
acompañada, pero ya es como si estuvieran muy lejos, ahora estoy yo sola conmigo
misma.
Toca hacer balance de la vida,
pero me resisto a pensar en ello. Ha sido una buena vida, pero si me resisto es
por no dejar ahora a mi hijo mayor y mis nietos que todavía me necesitan.
Me recuerdo de niña rodeada siempre de
mis hermanos, ayudando en los campos de olivos, ayudando en la huerta o en casa. Siempre
había algo que hacer. No teníamos casi de nada, pero no nos faltó nunca que
llevarnos a la boca.
Mi madre pronto quedo sola a
cargo de los seis hijos y enseguida todos supimos que teníamos que arrimar el
hombro para ayudar en casa.
Son buenos recuerdos, vida
tranquila de pueblo, dura, pero sin sobresaltos. Siempre ayudando en la casa,
con mis hermanos.
Como la aguja no se me daba
nada mal mi madre decidió que yo me dedicaría a coser y me mando estudiar corte
y confección. Ay madre! , todo lo que llegue a coser para aprender. Era un buen
oficio para una chica de pueblo por aquel entonces.
Este fue mi billete para salir
del pueblo a la capital. Enseguida me coloco mi madre en una buena casa de la ciudad. Solo
tenía que coser, coser y coser, los uniformes de los niños, los botones, las
camisas, los dobladillos, etc. No era como ahora que todo se compra, y cuando te cansas te
compras otra cosa. Antes todo se remendaba y se arreglaba y duraba mucho
tiempo, se ajustaba la ropa para que se pudiera heredar por los hermanos, y las
telas se reutilizaban de unas prendas a otras. Tenía que coser y planchar, y la
plancha me daba casi más trabajo, horas y horas hasta que esas telas indomables
quedaban bien lisas.
En mis tardes libres cosía en
otras dos casas y me sacaba un dinerito extra. Así conocí a mi primer marido,
pasando por su restaurante los martes y los jueves. Desde que vine a la capital
había tenido algún que otro pretendiente, pero nada serio.
Debí enamorarme enseguida. Él
era viudo y tenía una niña chica. No sé de quién me enamore antes de él o de su
niña.
Sus hermanas me enseñaron a cocinar y me di cuenta de que lo de la
costura no era lo mío. En la cocina me
sentía muy bien, tenía buena mano, y desde entonces no he parado de disfrutar
entre fogones.
Y entre los fogones llego mi
primer hijo y con el mi amor infinito. Madre lo que se quiere un hijo, y eso
que yo ya me sentía madre de una niña. Fueron años buenos, de mucho, mucho
trabajo. Los niños, el mercado, la cocina, el mercado y la cocina. Pasaron 6
años hasta que me volví a quedar encinta, y de nuevo mis tareas se acumulaban,
desde la madrugada hasta el anochecer sin parar.
La guerra que me dio el
pequeño con las comidas. El esta ahora aquí conmigo en esta habitación, cuidándome,
esperando conmigo el momento. Siempre ha comido poco. Ahora parece que está
hablando con la enfermera que ha venido a ponerme otra inyección.
No teníamos grandes tesoros y
a veces las cosas venían flojas y nos apretábamos un poquito o un mucho, pero
vivíamos en paz, sin grandes preocupaciones.
Un día, sin avisar llego la guadaña
y así, sin más, se llevó a mi marido. El era muy fuerte y siempre trabajaba sin
queja alguna, pero algo por dentro no le debía funcionar bien y le quito la
vida de un soplo. Mi mundo se vino abajo.
Apenas me quedó aliento con
tanta pena, pero tenía que sacar adelante a mis tres hijos, y tenía un negocio
y ahora estaba sola.
En aquel momento de duelo, cuando intentaba organizar mi
nueva vida, la familia materna de mi hija, de la hija de mi marido, no me
ayudo, solo buscaban sacar provecho de mi desgracia. Todo paso muy deprisa y
todavía no me lo explico, pero esta familia se llevó a mi hija, sin escucharme
a mí y sin escucharla a ella. Se la llevaron para siempre. Y otra vez ese vacío,
la rabia y la pena se instalaron en mis entrañas.
Sola con mis dos niños y un
negocio por llevar. No tenía tiempo ni podía malgastar fuerzas para las
lágrimas. Tenía que trabajar y seguir adelante con la vida y la vida de mis
hijos.
Que lejano me queda ahora esos
tiempos. Estoy oyendo que llega ahora mi hijo mayor a la habitación, andan turnándose
para no dejarme sola. Este hijo mío no lo ha tenido fácil en la vida, y madre mia, lo
que me pesa ahora dejarle a él y mis nietos, es lo que más me agarra a la vida.
En aquellos tiempos, cuando la
incansable tarea no me dejaba pensar en lo sola que me había quedado, apareció él.
Parece que siempre me estuvo rondando desde que llegue a la capital hasta que
me case. Apenas me acordaba de él, pero ahora venía casi a diario al
restaurante a tomar algo. Decía que mi comida era la mejor, mis tortillas, mis cocidos, mis caldos. Yo todavía era
joven, pero en ese tiempo nunca se me paso por la cabeza por ser viuda y con
dos hijos que podría rehacer mi vida con otro hombre, yo solo pensaba en mis
obligaciones para seguir adelante.
Y pasó, la vida me regalo otra
oportunidad de ser feliz con una persona que no había dejado de amarme desde
que me vio por primera vez. Ahora era yo la que se había quedado sorprendida.
Esto no lo hubiera esperado y así me deje querer.
Él lo dejo todo en su vida
para acoplarse a la mía, para ayudarme con el negocio, para ser el padre de mis
hijos y para ser mi marido. Y así mi vida volvió a florecer, aunque yo tenía mi
pena por mi niña escondida en mi corazón sin que pudiera hacer nada. Muchos
años más tuvieron que pasar y algún encuentro en la vida, para desvanecer esa
pena.
Pasamos una temporada muy
buena y mis hijos crecían sin pausa alguna. Con los años, algo no debía
funcionar bien con mi vista porque fui perdiéndola. Esto me hizo frenar en la
cocina y poco a poco el restaurante se iba apagando. No sé si era hora de
descansar, pero dejamos de trabajar y, uff, así los días sin llevar el negocio se
hacían muy largos sin tener que ir al mercado, hacer las comidas, preparar las
mesas. Además, mis hijos eran mayores y apenas daban tarea.
Los chicos se casaron y fue
muy bonito, los dos en el mismo año. Todo fue perfecto, pero esto también fue muy
duro para mí. En casa quedo un vació muy grande. Yo andaba cada vez peor con la
vista hasta que me operaron y algo mejor quede, pero un ojo quedo perdido.
Llegue
hacerme cargo de mi cocina otra vez algún tiempo, pero ya no podía, era demasiado para mí, esa parte
de mi vida había terminado.
Por aquel entonces nos fuimos
al pueblo. La vida era más fácil allí y más cómoda para nosotros.
Estoy escuchando que ha
llegado mi nieto a verme, el mayor. Madre mía, a este casi le he criado yo. Y
ahora el pobre que trabaja tanto, también entre fogones, tiene que estar aquí
viendo cómo me apago. Lo movido que ha sido siempre, y lo bien que lo llevaba
el abuelo a todas partes. Muchos veranos pasamos en el pueblo, disfrutando cada
minuto de cuidar de este pequeñajo.
Luego llegaron más nietos,
otro varón de mi segundo hijo y después las dos niñas, una de cada uno. Que
alegría nos daba saber que venían para el pueblo, aunque solo fuera para pasar
un día. Nos pasábamos días preparando la casa, las habitaciones, las comidas,
todo para aprovechar cada momento de su visita. Que nos llamaban, pues ahí
estábamos en la ciudad para lo que fuera y si no nos llamaban pues también, que
cualquier excusa era buena para estar con ellos.
Y luego mi guía, mi lazarillo,
mi sostén durante esos años, se enfermó de lo peor. Empezó su lucha por sobrevivir
siendo su único afán que no me quedara sola otra vez. Íbamos y veníamos de
médico en médico y de tratamiento en tratamiento. Lo aguantó todo sin queja
alguna y madre mía lo que paso. Se fue apagando, desconsolado de abandonarme, y
se fue. Otra vez me quede sola.
Pase meses en el pueblo, luego
en la ciudad, otra vez en el pueblo. No me encontraba bien en ningún sitio.
Tarde tiempo en encontrarme bien, y al final me quede en el pueblo. Allí tenía
mis amigas y me aseguraba la tertulia diaria en el descansillo de los
soportales. Horas y horas que pasábamos de charleta en la fresca.
Mis nietos me daban la vida, y
aunque cuando estaban conmigo terminaba agotada no me importaba, era más duro
el vacío que dejaban en casa cuando se iban.
No sé cómo me deje liar, pero
un día me sacaron en la televisión. Todo estaba preparado, yo entre mis fogones
rememorando mis tiempos de cocinera y preparando uno de mis mejores guisos. Mis nietos me lo ponían en la televisión y yo lo que veía era los muchos años que habían pasado.
Yo creo que fue por aquel
entonces cuando llego la quinta de mis nietas, la tercera del pequeño. Con esta
gran alegría la vida también nos trajo una pena, una pena muy gorda, la
enfermedad de mi nuera, la del mayor, la misma terrible enfermedad que se llevó
a mi segundo marido.
Me trasladé a cuidar de mi
nuera, de mi hijo y mis dos nietos y, ya no me fui de su lado. Pobres lo
difícil que fue para ellos, tan chicos, perder a su madre. Mi hijo se vino
abajo. La vida me ponía en el camino una nueva tarea, ayudar a esta familia huérfana
de madre y hundida en la pena para salir adelante.
Ya me pesaban los años y los
dolores, pero esto no me frenaba y estaba enfrascada en mi nuevo objetivo en la
vida, seguir luchando por mi familia. No era tarea fácil porque yo no entendía las
novedades de mis nietos, las salidas por las noches, los móviles que no
soltaban de la mano, los novios, bueno todas esas cosas eran muy diferentes
cuando yo era joven.
Y llego de nuevo la enfermedad
dichosa, esta vez me llego a mí, pero no pudo conmigo, y menos con lo que tenía
por delante. Me hicieron perrerías, me inyectaban medicamentos, me ingresaban,
me dejaron sin pelo y sin energía, pero lo supere. Yo seguía luchando, mis
nietos eran muy jóvenes y mi hijo seguía necesitándome. Bueno tengo que
reconocer que yo ya había empezado a necesitar también de mis hijos. Empezaba a
tener dolores, dormía mal, estaba cansada, pero parece que la enfermedad estaba
controlada, y así, la vida me regalo algunos años.
Al paliar la enfermedad por
todas partes, la misma se hizo fuerte y me salió en la pierna y, dichosa la mala
la hora en que me la trataron, de ahí ya no pude levantar cabeza. Sin apenas
visión, sordita y con dificultades para moverme, había estado llevando mi casa
y atendiendo a mi hijo y mis nietos, pero ahora, la pierna me había hecho
frenar en seco y la cosa cada día iba a peor.
Empezaron los tratamientos y
los ingresos, pero a pesar de lo que nos decían que no yo saldría para adelante,
pues ahí seguía, pero la verdad sin apenas mejoría y muy cansada, y cada día
más dependiente.
No quería venir aquí, a este
hospital donde murió mi cuñado, un hospital al que se viene a morir. No quería
venir porque dudaba si esta vez tendría fuerzas para salir. Ahora ya sé que no
voy a salir, me ha costado mucho darme cuenta. Ya no puedo luchar más. Es hora de repasar mi vida, una larga vida
con alegrías y tristezas, una larga vida de trabajo y también de mucho amor. Me
llevo lo mejor, todo el amor que he sentido y siento. He querido mucho a mis
maridos, a los dos les he venerado y les he amado. He perdido la cabeza de amor
por mis hijos y también por mis nietos, por mis niños. Lo duro que va ser dejar
de cuidarles.
He querido mucho a mi familia, mis padres, mis hermanos, mis
sobrinos, también a mis nueras. Les quiero tanto que no quiero dejarlos y sigo
aquí agarrada a la vida, pero es hora de soltar amarras. Seguiré con ellos, eso
seguro, todavía no me conocen allí donde voy ahora. Yo tengo que seguir velando
por los míos y, así lo haré.